Desea uno quedarse sin habla.

Incluso el sonido de una sola palabra podría alterar el silencio bucólico de esta pintura apenas perceptible en sus colores leves; que son, más bien, colores muy tenues, de los que transparenta la realidad de un paisaje toscano presentado por imágenes sutiles. Es la pintura de Gino Conti la que impone, sin darlo a entender, la obligación de callar; ¿o bien, quizás sea una especie de ritual que es reafirmado todas las veces por un respeto instintivo por el cual el observador es doblegado? Es difícil de decir.
También porque, ahora que me acuerdo, sentía la misma sensación cuando el pintor se encontraba dialogando con experiencias abstractas; grababa, eso es, lineas muy rectas sobre grises y frías placas de metal, a conservar en la pared, documentos de ideas inéditas e incompatibles con cualquier maquina de imprenta. Y cuándo aquellas ideas, aquellas líneas, se han recostado sobre las imágenes de las cual provenían a escondidas, y el proceso mental ha vuelto a sosegarse después de haber expresado metamorfosis extraordinarias, aquí estoy, de nuevo, con aquel extraño deseo de observar las nuevas invenciones de Conti en el silencio más absoluto. Sin embargo, hoy, posiblemente, sea sólo una necesidad: la exigencia de abandonarse, sin entender el por qué, al vértigo de la poesía de estos colores, de estos aires líquidos que hacen de cada imagen un recuerdo lejano, para disfrutar de los valores o para dejarse llevar por los fantasmas de la memoria en el mundo de lo imaginario. Los fantasmas de la memoria exigen un silencio en el que hay que penetrar hasta lo más hondo; hasta allá donde sólo es posible encontrarse con la soledad.

Tommaso Paloscia